Cuando queremos ejercer nuestra capacidad de crear el mundo a nuestro alrededor, hacemos declaraciones. Pedro de Valdivia declaró que el territorio del Huelén y el Mapucocho sería llamado Santiago desde ese día en adelante. Declaramos el amor, los principios que nos guían, planes y proyectos. Las leyes consisten en declaraciones; para qué decir una constitución. La salud y la educación serán derechos sociales gratuitos por declaración, el estado será empresario por declaración, la justicia tendrá perspectiva de género por declaración, la cámara será el principal órgano legislativo por declaración. La agenda de medidas anunciada por el gobierno es un listado de declaraciones.
Siempre hay una oscura confusión al acecho: declarar una posibilidad no es lo mismo que hacerla realidad. En rigor, ambas acciones no tienen mucho que ver entre sí. Si fuera por declaraciones, el tren a Valparaíso correría por los rieles hace treinta años. Fueron actos declarativos que no crearon realidad, como sí lo hizo el de Valdivia con Santiago. Declarar sin preocupación por realizar lo declarado posible es habitual en las conversaciones cotidianas. Manifestamos inagotablemente nuestras buenas intenciones, condenamos comportamientos, inventamos propósitos, proyectos y programas, enunciamos valores, proclamamos interés, amistad, asociación y amor, todo con descuido, convirtiendo las declaraciones en ruido lingüístico sin consecuencias.

Fernando Flores, ministro que acompañó a Allende en La Moneda el 11/09/73, creador de una filosofía de la vida práctica en el mundo tecnológico actual que ha probado empresarialmente en el Silicon Valley, inventó una manera de evitar la ambigüedad implícita en las declaraciones, la semilla del ruido: prometer. La promesa selecciona posibilidades declaradas y las convierte en acciones cuya realidad en tiempo y lugar puede ser evaluada por las personas a las que van dirigidas, no por las declarantes. ¿Cuál es la promesa?, es la pregunta ácida, que parece simple, con la cual se corta el ruido y se puede comenzar a hablar en serio. Obliga a bajar del altar con micrófono a las declaraciones de grandes principios y propósitos sin tiempo ni lugar, y precisar condiciones locales y finitas para que sean evaluadas. Al transferir el poder de evaluar desde quiénes declaran a quiénes reciben la promesa, se puede ver que prometer es un acto democrático. Cuando menos transfiere el poder sin escamotearlo tras ropajes deslumbrantes, como hace la publicidad miope y nuestra pretenciosa habla descuidada.
Está bien declarar, creo yo. Imprescindible, en realidad, para cambiar las cosas. Sin embargo, sin promesas que hagan realidad las posibilidades declaradas, no son nada más que ruido. Sonajera que tiene el peligro evidente de crear expectativas en quienes oyen lo declarado como compromisos de lo que quien declara no es consciente. ¿Cómo podría ser si no, salvo escuchar de entrada a quién habla como sintetizador de ruido? Prometer, en cambio, explicita el compromiso de quién declara posibilidades con una realización precisa de ellas, local y finita, que podrá ser juzgada por quienes la escuchan.
Declarar constantemente sin prometer tiene el gran peligro de matar la confianza debido a la producción repetida de expectativas frustradas y justificaciones irritantes. De crear el cinismo que impide de fondo el diálogo que tanto declaramos apreciar.