Nosotros, mi familia, estamos en Uppsala, Suecia, a dos horas de la guerra, y ésta desde acá se vive como algo directo.
Cuando se inició la invasión militar a gran escala a Ucrania, o la “operación especial” como le llama eufemísticamente Putin, publiqué horas antes una breve crónica en que anticipaba lo que se venía para millones de personas que quedarían atrapadas en la línea de fuego y en los sectores ocupados (que probablemente son vistos como “liberados” según quien haga el relato).
Más allá del juego de poderes y la geopolítica de las altas esferas regionales e internacionales, el cotidiano de millones de personas, al iniciarse la guerra se vería trastocada para centrarse en la búsqueda de refugio con lo puesto; emigrar con lo que esté a la mano; resistir con lo que se pueda, caer herido o morir, en el peor de los casos. La probabilidad del desenlace más extremo que siempre ha intentado rehuir nuestra especie, el morir de forma violenta, iniciada la guerra se vuelve una certeza, una posibilidad cierta que en cualquier momento acontece.
En esas horas, tras la conferencia de prensa de Putin, lo que era una probabilidad ya se convirtió en una realidad que hoy lleva una semana y desconocemos cuál será la forma y tiempo del desenlace.

Esto, como sabemos, no es único a lo que ocurre en Ucrania, lo que no lo hace menos espantoso. Pues toda guerra es espantosa. Especialmente para la población no combatiente, que es la que habitualmente exhibe el mayor número de víctimas.
Nosotros, mi familia, estamos en Uppsala, Suecia, a dos horas de la guerra, y ésta desde acá se vive como algo directo. Colegas que tienen familiares que están atrapados sin poder salir; estudiantes que son ucranianos o rusos que no comparten lo que está ocurriendo y viven el paso de las horas con máxima angustia ; personas que abren sus casas para recibir la ola de refugiados que ya se desplaza por Europa; activistas por la paz que hacen esfuerzos máximos para que no aumente la escalada de conflicto en una línea militarista; personas que caen en la desesperación por no saber cómo manejar lo que a todos nos sobrepasa.
En la universidad ya nos avisaron que este lunes se probarán los sistemas de alerta y alarma para el caso de ataque para buscar refugio. Muchos hemos averiguado en qué calidad estamos respecto a nuestros servicios militares o de reserva, adónde y en qué seríamos destinados en caso de que lo improbable-probable ocurra. Toda persona hasta los 70 años tiene deber legal de sumarse a la defensa del país y sociedad en que vivimos, incluyendo quienes no tienen la nacionalidad sueca. La vía de información y cadena de mando es a través de las estructuras de la propia sociedad: tu empleador, tu organismo público al que perteneces en tu comuna, etc. Es decir, la propia sociedad se tensiona y activa ante la posibilidad de agresión externa (como dato: el espacio aéreo sueco ya fue violado hace unos días por cuatro aviones de combate de la fuerza área rusa por encima de la isla sueca de Gotland, situación que está siendo atendida, por ahora, a través de canales diplomáticos).
La vida intenta continuar viviéndose como normal, pero el ruido de fondo de la guerra vuelve a este cotidiano en algo sur- o hiperreal. ¿Qué tal si este brindis que haces fuese el último porque luego ya no sabes que viene? ¿El último concierto, libro, fiesta, encuentro, película, paseo por el bosque?
Tengo la sensación de que junto con manifestarnos contra la guerra a través de los medios que cada uno tiene, nadie se priva hoy de esos momentos que parecen un poco ridículos al lado de lo que acontece. Probablemente porque esos instantes son precisamente lo que más valoramos de nuestra vida: ese fluir de minúsculos momentos, y no necesariamente los grandes y épicos hitos. De forma equivalente, de Chile recuerdo abrocharme los zapatos en Juan Moya esquina Grecia y al levantar la cabeza ver, siempre, la majestuosa cordillera. O el aroma de la vereda recién barrida y regada por las tardes. El abrazo cariñoso y tan físico del Juanito Alfaro, que se funde en ti como si ese instante fuese el último. El elegir un volantín entre muchos para luego encumbrarlo y verlo perderse en la bóveda del cielo santiaguino. El olor a marraqueta recién hecha de la panadería de la esquina. El saborear la taza grande de té con canela de mi mamá mientras oigo las voces de los niños jugar a la pelota entre los ladridos de perros de la calle.
Y así un sin fin de cosas y encuentros pequeños, que en su conjunto arman ese cosmos que es mi ínfima, única y pequeña vida mortal compartida con otros y otras. La guerra y su amenaza interrumpe, vuelve esquivo y trastocado todo esto.

Eso es lo que estamos viviendo. E insisto, esto no es para decir que es peor de lo que ocurre en Yemen, Sudán, Palestina, Wallmapu, y todos los lugares del planeta en que la opresión y dominación se ejerce con máxima brutalidad contra las comunidades y población. No. Esos dolores e injusticias que deben terminar, nada las justifica. Y es una vergüenza que se opaquen frente a otras situaciones y que no se exhiba la misma reacción y rechazo como cuando el conflicto es “europeo”. Es odioso observar cómo la justa solidaridad con la población ucraniana que busca refugio es puesta por sobre la realidad de otras personas y colectivos desplazados que huyen por motivos similares, y requieren techo, ropa, salud, estabilidad. Lo que vivimos debe o debiera llevarnos a entender, como decía me parece Manuel Sacristán, que toda guerra es siempre una guerra civil, pues es entre humanos, entre hermanos.
En estos días y horas he derivado, como a muchos debe ocurrir, a diversas lecturas para intentar captar y ponderar los acontecimientos, sus orígenes multi causales y hacia donde se dirigen. Junto a ello, de forma sorprendente para mí, he vuelto a diálogos interiores que realicé cuando trabajaba con el Pepe Aldunate en un bautizo tardío, de adulto, que tuve.

Estando acá a una hora al norte de Estocolmo, he echado de menos la capilla del campus San Joaquín de la PUC. Durante años hice clases en su carrera y magister de Trabajo Social y pasar a esa capilla era un momento de pausa frente a un Jesús bellísimo labrado creo de una sola pieza de madera. Los encuentros con Mariano Puga y amigos/as de La Legua y Villa Francia también los he extrañado. Esa religiosidad adulta, que descree de la Iglesia como institución pero que valora y da significado a la asamblea, a la reunión, al poner en común y, quizá, al abrir la escucha a lo trascendente, ha retornado a mí en estos días. No para pedir explicaciones, pues no hay nada divino en todo esto, sino como refugio espiritual. Años que no me ocurría. Del mismo modo he vuelto a la lectura del Tao Te Ching de Lao Tse, al wu wei, actuar en la realidad sin forzarla. Han regresado a mí las canciones de Bob Dylan y Leonard Cohen, así como Residencia en la Tierra, de Neruda. Ursula K Leguin y su escritura fantástica y consciente (“Quienes niegan la existencia de los dragones a menudo acaban devorados por ellos. Desde dentro.”). He vuelto a la literatura erótica de Anaïs Nin y sus pájaros de fuego. Veo con gusto a quienes hacen deporte de punta conquistándose, llevándose por encima de sí mismos. Siento como una vuelta a la adolescencia, a la curiosidad por el misterio, el asombro. Y a Víctor y Violeta, con sus miradas poéticas y proféticas cantando al labrador, al cigarrito, al musguito en la piedra.
Cuánta vida que se nos escapa. Cuánta vida.
Paz.