En España corre por estos días un tole tole de proporciones a raíz del espionaje sufrido por decenas de ciudadanos, entre ellos el presidente del gobierno y varios ministros, a través de un programa de interceptación telefónica llamado Pegasus, y otro de acceso a computadoras llamado Sourgum, ambos diseñados por empresas israelíes. Hay que admitir que los nombres de fantasía de esos programas espías son joyas metafóricas. Además de los ya mencionados hay otros: Galileo, Sprinter, Mystic, Carnivore y así.
Antes del monitoreo ibérico, lo mismo había ocurrido con la alemana Angela Merkel, con el francés Emmanuel Macron, con el presidente del Banco Central Europeo, y con otros políticos y empresarios en distintos países del mundo, incluidos varios latinoamericanos. La mayoría de estos incidentes fueron atribuidos, en su momento, al espionaje masivo llevado adelante por EEUU y su círculo de hierro (Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda) a través de la ya añosa red Echelon y sus derivados más modernos, entre ellos el omnipresente PRISM.
En realidad, todos esos sistemas de fisgoneo tienden a quedar obsoletos a gran velocidad. El motivo es de una simpleza abrumadora: ya no son necesarios. En los hechos, todos los ciudadanos nos espiamos a nosotros mismos sin poner obstáculos y, al hacerlo, proporcionamos una inmensa cantidad de datos sobre nosotros y sobre los que nos rodean, sobre nuestros patrones, nuestros empleados, nuestros parientes y nuestros políticos. Emmanuel Macron puede ser muy cuidadoso en ese sentido, pero no tanto como su cocinera, o el marido de su cocinera o la hermana del marido de su cocinera. Al final, siempre aparece un eslabón débil en la cadena, y por ahí se empieza.

El autoespionaje facilita mucho las cosas. Si quieren saber dónde he estado, alcanza con mirar mis registros de GPS en el teléfono celular o en el automóvil. Si soy uno de esos paranoicos que no permite el GPS en sus dispositivos, pues están las antenas de telefonía celular y las cámaras de seguridad ciudadana, que pueden seguirme de día y de noche por casi todas partes. Si lo que desean es saber qué pienso de tal o cual asunto, pues basta con acceder a mi Facebook, a mi Instagram y a Twitter, y de paso saber quiénes son mis amigos, quienes piensan como yo, quienes me tienen ojeriza y por qué. Cómo están mis finanzas: rastrean mis compras con tarjetas de crédito aquí y allá, mis viajes, mis lujos y miserias. La salud: ya tenemos la historia clínica electrónica, las compras en la farmacia, las licencias médicas durante el invierno, el esquema de vacunación. Muchos chistes se han hecho con esos asuntos.

Con tales montañas de información se elaboran los llamados «grafos sociales», un tipo de diagrama que acaba por mostrar con bastante precisión un esquema general de la actividad de un individuo o de un grupo, sea grande o pequeño. Para eso están los algoritmos, que tantos disgustos le han traído al pobre Mark Zuckerberg. Datos, datos y más datos. Ese es el corazón de los negocios, que no tiene fronteras. Se practica por igual en América, Asia, Europa, Medio Oriente.
Ahora bien, si por alguna razón hay una persona que tiene un teléfono lo bastante antiguo como para no disponer de GPS, si no aparece en ninguna red social, si no envía ni recibe nunca mensajes de wasap, si no va al médico jamás y no usa tarjetas de crédito porque paga siempre en efectivo, pues entonces allí hay un perfil de gran interés: el de una persona muy sospechosa. La ausencia de datos también es un dato.
Vivimos en la sociedad del ensimismamiento. Ese sería el concepto básico: la sociedad distraída. Por delante nuestro puede pasar un elefante pintado de verde que no lo vemos porque estamos en otra (casi siempre mirando el móvil). Entre las principales consecuencias de esa conducta figura el aporte de nuestros datos personales para uso y abuso de empresas, servicios de vigilancia, gobiernos, campañas políticas, organismos internacionales, oenegés, etc. Lo hacemos todos los días, sin pausa, con una alegría inconsciente y pueril: ¡Hola, Google Maps: estoy justo en esta esquina! ¡Hola, Twitter: esto es lo que opino ahora! ¡Hola, Netflix: estos son mis gustos y por lo tanto este es mi perfil psicológico! Gracias, de nada.

Muchos se consideran a sí mismos personas poco importantes o directamente insignificantes en el entramado social, y por ello creen que nadie puede estar interesado en recabar sus datos personales, armar sus perfiles (de consumo, de carácter, de ideas) y gastar tiempo y dinero para establecer un grafo y así incidir en su comportamiento y en el de sus allegados. Ya Cambridge Analytica demostró con claridad hasta dónde se puede llegar con los perfiles de esos miles o millones de «personas insignificantes». Donald Trump se hizo presidente de los Estados Unidos gracias a esa cosecha.
De modo que, en sentido global, tiene similar relevancia el perfil de un bróker de Nueva York que el de un agricultor de Pirque o una pediatra de Nairobi. Que nadie se sienta desplazado: cada quien tiene su casillero en el inmenso ajedrez que hoy juegan los que se dedican a eso. Los humanos nos hemos convertido, casi sin darnos cuenta, en espías de nosotros mismos, en sapos de nuestros propios secretos, y eso para mayor gloria de quienes marcan los compases del mundo, que por cierto no son nuestros presidentes ni nuestros ministros. La batuta la llevan otros, gente de la que no tenemos ningún dato.